miércoles, 26 de noviembre de 2008

el castillo


Suspiró y cerró el libro con un golpe sordo. La voz mecánica del metro le informó de que había llegado a su destino. Se levantó, se arregló el abrigo como quien se quita el polvo de la ropa y, con una mirada altiva y fría salió del vagón. Sobre su cabeza se abría un cielo azul del que se derramaban rayos de sol hasta caer sobre los cuerpos de las personas que la rodeaban. El frío del invierno comenzaba a arañar la piel de los caminantes, y las bufandas engalanaban los cuellos de casi todo el mundo. Una atmósfera tirante y a la vez distendida emanaba de las propias personas creando lazos que se deshacían al pasar un par de segundos. Ella sabía que no podían tocarla, que no podían acercarse.
Ése era su castillo.

Había ido edificando las torres y los muros durante mucho tiempo. Hacía años que se había dado cuenta de que no deseaba vivir en compañía de aduladores y bravucones, y se había reservado un pequeño terreno en el mundo. Así, su cuerpo se había convertido en un coto privado (de caza o de lo que fuera), en el que nadie podía entrar.
Al principio le había parecido una tarea horrible: levantar día tras día las rocas que se habían formado en su corazón por culpa de la erosión, apilarlas todas juntas, tapar los huec
os, darle forma... era agotador. Al principio se había negado a ver la mina en la que se estaba convirtiendo su alma, todo lleno de agujeros y barrancos escabrosos, pozos negros sin fondo y heridas que sabía que no conseguiría cerrar nunca. Se asomaba a ellas y gritaba alguna palabra... el eco le devolvía insultos y palabras crueles, así fue cómo empezó a pensar que debía tapar todo aquello que la molestaba. En un principio puso un ligero tapiz para no ver el agujero. Estaba bordado con mucho esmero y la tela parecía tejida de sueños. Brillaba bajo el sol con miles de reflejos de todos los colores del arco iris, y parecía que aguantaría... hasta que un día el viento sopló y se la llevó. Se dio cuenta de que no serviría volver a ponerla y ocupó su lugar una pequeña tarima de madera. Así podía caminar por encima del agujero sin sentirse insegura, porque estaba a varios centímetros por encima del suelo y no podía verlo. Luego llegó el frío y la lluvia, y se dio cuenta de que debía protegerse. A demás, en las colinas cercanas había empezado la actividad: había gente que iba y venía por donde antes no pasaba nadie. En algunas ocasiones llegaron a amenazarla, y pasó tanto miedo que tuvo que meterse en el pozo, colgando de una cuerda, hasta que pasara un tiempo. No era consciente ni tenía muy claro cuánto tiempo había pasado en la oscuridad, suspendida sobre el abismo, pero era más de lo que le habría gustado. Así que cuando reunió el valor necesario para volver a salir, se dio cuenta de que necesitaba una defensa. Comenzó a apilar las piedras del camino, que eran pequeñitas y había multitud. Poco a poco, fue reuniendo rocas más grandes y feas, les daba la forma adecuada y las unía a las chiquitas para cerrar los huecos entre ellas. Le costó mucho trabajo fortalecer sus brazos y sus piernas para acarrear las grandes piedras y ponerlas de forma que crearan un recinto cerrado. Con el tiempo fue levantando una torre, y después otra. Así hasta cinco grandes torres unidas por sus muros sólidos y fuertes. Creyó en más de una ocasión que se le desmoronarían encima o algo parecido, pero nunca llegó a pasar.
Cuando llegaron de nuevo los caballeros con sus lanzas, lo único que tuvo que hacer fue esperar a que se chocaran con la defensa y huyeran. Y fue lo que pasó. Aunque algunos consiguieron atravesar con sus lanzas los puntos débiles del castillo, ninguno consiguió entrar.
Al final empezó a edificar las paredes, los arcos, las ventanas. Puso columnas para soportar el peso del edificio, y taló árboles para fabricarse grandes puertas de madera. Creó un gran palacio desde el cual podía ver kilómetros y kilómetros más allá de los muros, veía los bosques y el trabajo de los demás hombres y mujeres. Algunos también habían construido sus propios castillos, otros vivían a la sombra de los muros. El patio en el que estaba el pozo oscuro que antes la aterraba ahora se había vuelto hermoso: habían crecido árboles que se alimentaron con la última nevada, y flores que perfumaban el lugar. Los últimos tiempo se sentía tan fuerte que empezó a dejar pasar a los caballeros vecinos, y de vez en cuando salía de su castillo para visitar los otros. Había permitido el paso a muchos de ellos, que se quedaron a vivir allí y comenzaron a edificar la ciudad. La adornaban con sus risas y sus cantos, la eniriquecían con sus palabras. Pero cuando alguno de ellos alzaba la voz contra ella, el pozo oscuro volvía a cobrar vida y de su interior salía el fantasma del miedo para hacerlos callar. A ella le gustaba que vieran al muerto, y algunas veces también había visto los fantasmas de los demás. Aunque siempre eran amenazas vanas y vacías.


Siguió caminando con el libro bajo el brazo, y llegó a la parada del bus.
-¿Cuánto es?
- sesenta y cinco cobres, mi señora

1 comentarios! =D:

Transeúnte dijo...

Me encanta tu texto, es muy bonito... Algo abstracto, pero eso lo hace más interesante.

Llevas mucha razón en que las personas se crean barreras emocionales, sobre todo después de haber sufrido... sufrir hace a muchas personas más fuertes, y les ayuda a crear castillos más fuertes, exactamente como tu cuentas...

Muy bonito ^^ Adios