sábado, 10 de enero de 2009

Cartas a un recuerdo

Para mí, que creo sinceramente en pocas cosas, eso de perder en lo único que consideraba cierto me abrió una herida supurante en el corazón. Una herida que se fue haciendo más y más grande cuando os buscaba en las caras y los ojos de otras personas, en sus palabras, en sus brazos. Mi corazón supuraba y la fiebre me subía. Me envenené de ponzoña contra todo lo que habíais representado. Dejé que la oscuridad me devorara y me dirigiera como si fuera otra vez aquella niña triste y gris de mi infancia. Recuerdo perfectamente que no veía los colores con la misma claridad ni levantaba la vista del suelo. Las personas eran manchas borrosas que se movían a mi alrededor, y que aquél silencio agotador me hería cada vez más hondo.


En aquellos días creía que no debía necesitar a nadie. Rechazaba las manos tendidas como un perro apaleado, me perdía en cualquier sitio, no quería que me diera la luz y me echaba a llorar cuando nadie me veía. No hablaba con nadie, no miraba a nadie, y acabé por perder toda esperanza. Necesitaba tiempo, necesitaba razones… Nunca me sentí tan sola como entonces, viéndoos felices a dos mesas de distancia mientras yo, abatida y medio muerta, intentaba entretenerme garabateando las libretas al otro lado del muro de hielo que había construido contra mi voluntad.


No podía entender nada. Pensé que huir como había hecho siempre sería la solución. Incluso pensé en cambiarme de instituto para hacer lo que quedaba de bachillerato sin sentirme tan sola en aquella multitud. Pero, como ya he dicho, había perdido toda esperanza en volver a sentirme viva como antes. Decidí que debía hacerme fuerte, crecer en medio de aquel lugar que era como una cárcel para mí, como un torturadero. Creo que los demás me veían como un fantasma, y eso, precisamente, es lo que yo era.


Cuando subía al coche después de aquellas seis horas lloraba en silencio sin que mi madre se diera cuenta. Al llegar a casa me abandonaba en la cama y pasaba horas y horas mirando cómo se hacía de noche al otro lado de la ventana. Cuando él me llamaba y me decía todas esas cosas que me hacían sangrar siempre acababa llorando y odiándome, pero era el clavo ardiendo al que me aferraba. Debía permanecer allí tendida, a la espera de que todo pasase. Sabía que era malo para mí, que estaba actuando como una estúpida… pero necesitaba que aquél teléfono sonara, necesitaba sentir que no estaba tan sola como creía, aunque fuera todo una mentira. Como una nana que me cantase a mí misma antes de dormir. Si perdía algo más, lo que fuera, acabaría saltando. Y tenía que sobrevivir. Era por mi propio orgullo.


En aquella época tuve tantas personalidades que perdí la verdadera. Por fuera era una niña débil y desvalida que necesitaba a los demás para seguir adelante, como un perrito. Ladraba, me revolcaba por el suelo cuando me hacían una caricia y movía el rabo con cada tontería que me dijeran. Pero por dentro llevaba el abismo más vacío que jamás he sentido. Pasaba el día con tanto miedo a caer que no podía sentir nada más. Ciertamente estaba congelada, y nada ni nadie podía ayudarme a salir de allí. Pasé a fingir que estaba bien, que todo había pasado ya, que era una niña tonta que no se daba cuenta de nada. Y pensé que así sería feliz, que si fingía durante el tiempo suficiente al final se convertiría en realidad.


Pero no fue así. Mi corazón aún no se había recuperado, seguía supurando en silencio y me estaba desangrando. Las máscaras empezaban a agrietarse. Con la llegada de la primavera todo el muro de hielo que me había empezado a construir se fue disolviendo. Y mi verdadero yo, ésa persona rara, oscura y fría, empezó a asomarse por los agujeros por mucho que me esforzara en ocultarlo.

Dejé de hablar.

Dejé de reír.

Dejé de escuchar.

Comía en silencio y disfrutaba con él. Los demás me molestaban. Cada comentario cruel me clavaba un cuchillo directo en el alma. Empecé a odiar a todo el mundo. Deseé que desaparecieran. Me dejé echar. Sabía que no iban a echarme de menos. Yo no encajaba allí. No encajaba en aquel edificio de ladrillo ni en ninguna de sus clases… o eso creía.





Y en aquél momento, un desconocido y alguien que nunca habría pensado que volvería me cogieron cuando estaba a punto de saltar al vacío.



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